jueves, 24 de marzo de 2022

La precuela del Tema

 

Precuela….Parte 1

Un paraguas con los colores verde, blanco y rojo propios del país, eran la guía visible para que el grupo pudiera seguirla con facilidad. Con éste en lo alto, el rebaño la siguió hacia la puerta de entrada del Coliseo.

Giulia, con un marcado acento piamontés, largaba casi como un androide la retahíla de párrafos y argumentos sobre el enorme monumento romano.

–Construido en el siglo I… el “anfiteattro”… (haciendo sonar las tes casi como quien las teclea en una vieja Olivetti de cinta y carro del siglo pasado)…. Colosseum o Coliseo debe su nombre a una estatua dedicada al Coloso de Nerónn.. (también marcaba las enes con mucha fuerza) ya saben ustedes il gran emperador romano. Fabricada en bronce, enorme, colosal. Y “anque” ya desapareció al estar a su lado, le dio el nombre para la posterittá.. Per favore avanti, ¬–continuó–  y se adelantó al grupo, que la siguió como un manso rebaño herbívoro.

Giulia, titulada como guía local de Roma, nació en Turín pero se independizó a los dieciocho y después de patear la Toscana con un grupo de música, se dirigió a Florencia. Se enamoró de un siciliano, se frustró. Volvió a enamorarse de un joven zíngaro y se fue con su caravana de circo ambulante, pero también hizo aguas. Cayó de nuevo, esta vez de Flavia, una romana diez años mayor que ella que había recorrido medio mundo en busca de la esencia de la juventud. Financiada por la gran fortuna de su padre, sin embargo, no logró encontrarla. Pero el botox y la cirugía aliviaron en gran parte el fracaso de su empresa. Ahora con cincuenta años había heredado una gran fortuna y poseía el 90% de las acciones de una compañía de cruceros de lujo. Vivía en una lujosa suite en la Via del Fagutale, frente al Coliseo, con Giulia y su gato Esoro, que se llamaba como el efebo de Nerón, al que hizo castrar para saltarse la prohibición y poderse casar con él.

–Imaginad un aforo de 65 mil personas. Lleno hasta la bandera, ochenta filas de gradas.  -Seguía explicando Giulia, señalando con su paraguas todo el recinto– Pero quedó muda de repente al observar entre sus turistas a alguien que conocía de sobras. Sigan hacia el arco de la derecha –les dijo al grupo y agarró con fuerza al hombre anciano, deteniéndolo junto a ella–

–Papá, ¿Qué coño haces aquí? Te hacía en España.

–Es difícil de explicar hija. Me ha salido un trabajo y necesito tu ayuda.

–No pienso “metterme” en líos tuyos. Y además estoy trabajando.

–Bien, no es muy bien ayuda tuya sino de tu novia Flavia.

–Eres el rey de los líos. Ven a casa a las dos. El “áttico” de la Via del Fagutale número 2, justo detrás del Colisseo.

A las dos en punto, tocó al portero con videollamada y la puerta se abrió. Subió en el ascensor que radiaba música clásica por una pantalla de leds y se colocó la pajarita frente al espejo. Salió a un amplio rellano con macetas de flores naturales donde una ventana diáfana dejaba pasar la luz del sol. Al final del mismo, la puerta se abrió.

Flavia, vestida con un pantalón de crepe beige con pata de elefante y un sugerente top blanco, que resaltaba en gran medida la última factura de diez mil euros, abrió la pesada puerta blanca. Buenas tardes, soy Flavia –hizo un ligero gesto para que pasase dentro–

–Hola Flavia –se quitó el sombrero– Soy, Curtis Jefferson el padre de Giulia.

 

 

Precuela.. Parte2

Una gran mesa de escritorio de nogal americano separaba la estancia entre el visitante y el dueño del despacho. No quitarse las gafas de lectura sobre la nariz, daban la impresión de que las visitas no eran bien recibidas, como si molestase su presencia perturbando la lectura de quien estaba sentado.

–Tome asiento –dijo fríamente, sin levantarse de la mesa y sin prestarle la más mínima atención, casi un desprecio en ojos de un tercero–

Tras un incómodo silencio de una decena de segundos, levantó la vista de los legajos administrativos. Sólo el alzacuello blanco y el solideo rojo amaranto, delataban que quien había dentro de la americana negra de lana estratificada de Boggi Milano era el arzobispo, mano derecha de su Santidad.

–Le he hecho llamar porque tengo un trabajo molesto, espinoso. La Banca d’Italia nos ha pedido ayuda y no nos queda más remedio que prestarla, pues a la vez estamos un poco involucrados. Giuseppe Gabinetti  –empezó a contar– un trabajador ejemplar de nuestro IOR se aprovechó de sus credenciales  para acercarse al Centro Guido Carlo y sustraer, no sabemos cómo, una plancha de billetes de 200 €. Al principio pensamos que podía tratarse de la búsqueda de una jubilación anticipada, pero unos informantes del servicio de inteligencia del Vaticano han averiguado que detrás podría estar el SVR ruso.

–¿El servicio de inteligencia ruso?  –James Turner, lanzó la pregunta sin esperar respuesta– y sacó un puro y le prendió fuego, sin pedir permiso. Sentía que ahora la pelota estaba en su campo.

–Disculpe, no está permitido fumar. –y continuó– parece ser, que ha sufrido un chantaje, temiendo por su vida y la de su familia.

–James hizo oídos sordos al veto y se tomó los mismos segundos de pesado silencio. Chupó descaradamente el cigarro y largó una gran columna de humo que los rayos de luz que atravesaban los cristales de la ventana fueron incapaces de penetrar en ella. Se había quitado la espinita de sobras, demostrando que el francés Pierre Fontaigne, arzobispo del Vaticano y mano derecha del Papa, era incapaz de intimidar a un britañol con dos cojones. Y él era García de segundo, por su madre, una mujer con un par.

Cuando cada uno sabe dónde está su límite, es más fácil llegar a un trato. Y si bien Pierre, pecó de soberbia en un principio, supo rebajarse para conseguir lo que verdaderamente necesitaba y todo ello con la máxima discreción. Acercó un pendrive con las siglas SCV Status Civitatis Vaticanae, como si fuese la matrícula de uno de los lujosos coches oficiales de la Santa Sede.

–Aquí tiene toda la información codificada, con su contraseña habitual. El pago por sus servicios se hará de la forma habitual. Como comprenderá es un tema urgente. Creemos que tras esta operación hay orquestada una oscura trama soviética de dominación europea.

Sir James, como le gustaba que le llamasen, se levantó, guardó el pendrive y aplastó con indolencia el Montecristo apenas consumido de 24€ en un platillo de plata del escritorio.

–¿Sabe Fontaigne? Hace muchos años, cuando oí a los romanos traducir las siglas SCV como Se Christo Vedesse, me causó mucha gracia. Con el tiempo he pensado que Judas se vendió por 30 monedas y tarde o temprano todos nos dejamos comprar. Todos tenemos un precio y nos vendemos ya sea por usura o riqueza, pero también por dignidad, por prestigio, por nombre o simplemente porque hay que demostrar quienes somos. Tendrá noticias mías. –Dicho esto, acudió hacia la puerta y salió al amplio recibidor.

Hacía un día espléndido. El coche le esperaba en el aparcamiento. Sacó el móvil y dijo:

–¡¡Siri llama a Elena!!

–Dime.

–Cógeme un vuelo a Madrid, tenemos trabajo. Nos vemos allí.

Entró en la parte trasera del Lexus y cogió el portátil. Puso la memoria en la entrada usb y dijo a Bautista que lo llevase a Fuimicino.

 

 

Precuela  Parte 3

Giulia terminó de hervir la pasta al dente e improvisó una salsa ligera con aceite de oliva virgen extra, ajo y unas almejas. Flavia se acercó a la cocina y le pellizcó el culo cariñosamente, para irse después con una botella de chardonnay y dos copas hacia la terraza.

El sol del mediodía lucía intenso y caluroso. Curtis contemplaba la ciudad eterna con la melancolía de los recuerdos cuando Flavia se acercó como una gata sigilosa. Por favor, –le dijo a Curtis–  entregándole una botella de Beringer californiano, para que la destapase.

Curtis la descorchó con sumo cuidado y escanció el vino en una de las copas, que entregó con toda la caballerosidad de la que era capaz. Llenó su copa y las alzaron en un brindis. El cielo azul intenso que los envolvía y la luz del sol que se deslizaba por los arcos del anfiteatro romano se prestaron de pentagrama. El clinc del suave golpe del cristal al brindar fue la clave de sol, con la que sin darse cuenta, empezaba la partitura que marcaba un compás emocionante. Le invadió la típica sensación de aumento de adrenalina por la emoción, que podía llevar implícita riesgos y peligros, aunque un legionario no se amilana nunca y  vació la copa de un trago.

 Ella dejó impresos los labios rojos en la copa. Es el poder que tienen las mujeres de marcar su territorio con carmín. No es un descuido, es la signatura de un “yo estuve aquí”, puede ser en una copa, en la servilleta de lino, pero también en el cuello de una camisa.

Giulia, llamó a la mesa y entraron sonriendo.

– Veo que habéis “conecttaddo”.

– No es difícil con un padre como el tuyo. Destila lealtad y nobleza con los suyos.

–Mi madre no piensa igual. –Curtis, carraspeó, evitando la réplica–

–Curtis. ¿Por qué Curtis? ¿Por qué Jefferson?

Miró a su hija pidiendo permiso para mostrar las cartas y ella con una mirada aquiescente se lo otorgó. No hay secretos entre nosotras, dijo.

Empezó con la clásica entrada que todos tenemos un pasado y que peleamos la vida de la manera que nos viene. A veces el azar, el destino o la suerte nos hace estar en un bando y otra vez en otro. La vida es gris, no es ni blanca ni negra. Hay un dicho mexicano que dice: Cuando no te toca, ni aunque te pongas. Y cuando te toque, ni aunque te quites.

El sol fue declinando poco a poco. La sobremesa fue de lo más agradable. Curtis explicó el porqué de su cambio de nombre y apellido, habló de su mujer, de su vida errante, de su juventud  y finalmente del motivo de haber llegado a Roma. Debía coger un crucero de lujo que en dos días partía de Civitavecchia hacia Estambul.

Giulia hizo dos llamadas. Y salió a la terraza, donde un padre y una hija que parecían distantes, al final no eran tan distantes ni tan distintos. Se miraron con cariño y dieron las gracias por estar bebiendo unos limoncellos después de tanto tiempo.

–Tienes una suite a tu nombre en el crucero. Me he permitido ponerte un chofer a tu disposición que te llevará hasta allí.

– ¿Juegas solo? –Le dijo a su padre, mientras le alcanzaba el sombrero, junto a la puerta de entrada–

– No. Turner está detrás.

– ¡¡Bufff!  –Resopló, mientras cerraba los párpados, en señal de desaprobación– Ese viejo zorro legionario.

– Ese viejo zorro, me salvó la vida. Yo también fui legionario y llevamos el mismo tatuaje. No me queda otra. La guerra te enseña a descubrir que el más despiadado hijo de puta por la noche, puede ser un héroe al día siguiente. Y no sé, pero me huelo que detrás de todo esto hay gente importante moviendo fichas. Nos toca ser peones. Imprescindibles para el juego. A veces son sacrificables para conseguir la victoria, pero otras veces son la única opción capaz de realizar una metamorfosis completa en un gran caballo vencedor. Te quiero.

Curtis salió hacia el coliseo y un Audi plateado le esperaba en la esquina. El chofer fue hacia el hotel, junto al Tíber. Tres coches más atrás, un sedán oscuro con dos gemelos le seguía.

 

Precuela Parte 4

Flavia estaba en un estado de semiembriaguez agradable y tras la marcha de Curtis, aprovechó para quitarse la ropa. Tumbada completamente desnuda en la terraza del ático, dejó que los últimos rayos de luz acariciasen su esbelto cuerpo. Pero quien realmente la llevó a un sublime estado de placer fue Giulia que se deslizó a su lado y no dejó una peca sin besar. Fue recorriendo todo su cuerpo desde el cuello. Hasta que su húmedo sexo fue prisionero de su boca y entre gemidos apagados y profundos latigazos de placer sucumbieron a la noche que oscurecía peligrosa.

 Tuvo que esquivar un camión de basura para no perder el Audi. Gregorio era un experto conductor. Disponía de todas las categorías, desde motocicleta hasta camión articulado. Poseía la licencia para pilotar avionetas y el carnet de capitán de Yate. Se podía decir que ningún medio le podía dejar atrás. Mariano, reaccionó como pudo al violento movimiento del automóvil, pero no dejó caer ni una gota.

–Sabes Gregorio, la Birra Moretti desde que es de Heineken Italia, no sabe igual. Ni contarte que la Peroni ni la Grolsh tampoco desde que la compraron los japos. –éste, lo miró como aquel que mira cómo un perro está meando la rueda de tu coche, que no sabes si pegarle una patada o simplemente dejarlo por imposible–

Se quedaron a unos treinta metros del coche que les precedía. Observaron cómo Curtis salió del coche y entró en el hotel. Seguidamente el chofer del Audi partió veloz. Estaban en segunda línea del Tíber. Antaño un hermoso río donde un chapuzón como el de Audrey Hepburn y Gregory Peck era inofensivo. Hoy su color no invitaba a hacerlo, pese a las terrazas con césped artificial que dan al Castillo de Sant’Angelo, donde puedes tomar un pannino rápido y charlar un rato.

Un hotel nada pretencioso, un tres estrellas italiano era casi como una pensión en España. La luz de la habitación del segundo piso se encendió, se apagó, se volvió a encender varias veces. Gregorio no pudo dejar de ver la similitud de los destellos de un faro con ocultación, empezaba a sentir la sombra de lo paranoico en la cabeza. Sin embargo, tras unos minutos Curtis volvió a la calle y se fue caminando hacia la Plaza Navona.

Los dos gemelos, astutos y sigilosos, le siguieron a una distancia prudencial. Estaban entrenados en el Madrid más castizo de callejuelas, luces de farolas y portales en penumbra por lo que la Roma monumental se les antojaba un paseo por las nubes. Aún podían recordar su bautismo de fuego por el Madrid de los Austrias de calles estrechas. Tras el Palacio Real fueron obligados a montar en una furgoneta y encapuchados, los trasladaron a otro lugar el cual debían de determinar con un radio no máximo de 600 metros. Calculando el tiempo recorrido, cuando giraban a izquierda y derecha, tramos rectos, sonidos característicos, campanas, pasos, trenes. Acertaron la ubicación sin la mayor complicación.

Mientras Curtis cenaba en un restaurante de la plaza y Mariano lo vigilaba escondido tras la fuente de Neptuno, Gregorio se fue hacia el hotel, esperó que un grupo entrase en la recepción y tras ellos pasó desapercibido, subió a la segunda planta y de la americana extrajo una radiografía que pasó por el resquicio de la puerta hasta encontrar el pestillo de la cerradura, golpeó con fuerza hasta que la puerta cedió. Husmeó todo con sumo cuidado y encontró el maletín marrón al que le adhirió un rastreador GPS. Se asomó al pasillo, no había nadie, salió y envió un whatsapp a Mariano. OK. Ya está. Mariano recibió la notificación y abandonó su puesto.

A mil quinientos kilómetros de distancia. En las oficinas del Paseo de la Castellana un ordenador recibió la notificación intermitente de geoposición real de un dispositivo.

– Papá, ya está marcado. –dijo, mientras miraba el parpadeo rojo sobre el plano–

–Vale, coge billete y sal hacia Atenas, cogerás el crucero en su escala en el Puerto del Pireo. Esperemos que Pepe haga su trabajo, cosa que no pongo en duda.

–Confías mucho en él. Y me da que está mayor para andar en primera línea.

– Claro que confío. Hasta la muerte. Ha sido más que un hermano. Y sé que no me fallará y si lo hago saltar, lo hago con red. Al hermano legionario nunca se le deja atrás. –Tomó un trago de leche de Pantera y se puso a teclear en el ordenador–

– No sé cómo puedes beber eso.

 

Precuela parte 5

De capa marrón suave y cola y crines rubias, era robusto, elegante al paso y noble como ninguno. Rayo, el PRE alazán con 1,59 de cruz y una morfología rozando la perfección, era el gran amor de Giuseppe Gabinetti, su gran pasión. Le servía para evadirse de la tediosa rutina de trabajar en el Istituto Per Le Opere Di Religione, más conocido por el Banco Vaticano. Se prendó de él en una exposición equina internacional de las Caballerizas Reales de Córdoba. Lipizzanos, árabes, apaloosa, mustangs, frisones, Morgan horse, pero cuando vio el caballo andaluz cayó rendido a su mirada. Y la conexión fue mutua. Rayo desde el primer momento sabía que era él y Giuseppe nunca olvidó el bufido de emoción positiva que emitió. A partir de aquel día se prometió que nada les volvería a separar. Bastó una mirada. Ni tan siquiera fue necesario montarlo para saber que la simbiosis era perfecta. Lo compró y se lo llevó a Italia.          Cada día iba a la granja en las afueras de Roma para estar con él y cuidarlo. Aquella tarde estuvieron trotando por los alrededores de la granja. Rayo tenía un vínculo perfecto a través de las riendas que Giuseppe sostenía suave pero firmemente para sentir su boca. Y con la ligera presión de las piernas el precioso equino sabía lo que su jinete le pedía. Al acabar, lo desensilló y le limpió las patas de barro. Luego lo lavó con su jabón especial y agua templada. Haciendo círculos para crear espuma, cuando usó la esponja para la cara, las enormes puertas correderas del establo se cerraron, impidiendo que la poca luz del atardecer invadiese el recinto. Al principio pensó que era Giancarlo un jinete que montaba su yegua, pero vio tres sombras de negro en la penumbra.

–Hola –dijo, enviando el saludo hacia la entrada– Nadie contestó. Las siluetas parecían hombres, todos de negro. Rayo relinchó hinchando sus ollares y golpeó el suelo violentamente con sus patas delanteras, inquieto, olía peligro.

Dos de los hombres se quedaron en el pasillo central de la cuadra y uno se fue acercando lentamente desde la oscuridad, hasta donde estaba Giuseppe.

–Calma Rayo, cálmate –le decía mientras acariciaba su cabeza– ¡Hola! ¿Quién va?

Un hombre eslavo de unos cuarenta años, se acercó y le entregó un sobre marrón sellado que tenía su nombre completo en rotulador. Giuseppe pudo observar pese a la poca luz, una cicatriz en el rostro.

–Haga lo que se le ordena o sufrirá las consecuencias –soltó el hombre con un marcado acento ruso–

–Perooo,  oiga, ¡Voy a llamar a la policía!

Una mano con un guante negro lo cogió del gaznate y apenas le dejaba respirar. Rayo se enfureció y empezó a golpear con rabia las patas contra el suelo.  Los otros dos hombres se apresuraron y sostuvieron como pudieron al caballo, que relinchaba enfadado, pero el calmante que le pincharon lo dejó fuera de combate.

– Mira lo que hay dentro del sobre. Y lee lo que has de hacer. ¿Capisci? Golpeó con un puñetazo contundente el hígado de Giuseppe que se vino al suelo desvanecido.

No había ni rastro de los hombres, cuando Giancarlo le invitaba a despertarse, dándole suaves palmadas en la cara. Rayo tampoco estaba en el establo. Giuseppe miró toda la caballeriza pero no estaba, supuso lo peor y se acordó del sobre, que había caído junto a los cepillos de cerdas de Rayo. El jinete de la yegua no se había enterado de nada y Giuseppe lo mandó fuera.

Abrió el sobre y vio las fotos de su sobrina en el colegio. Sus ancianos padres en la casita del Lacio junto al rio Aniene y al majestuoso Rayo al galope con él encima, en la granja. Y un papel escrito en italiano, que decía:

“Lo sabemos todo de usted. Sabemos de toda su rutina y sus movimientos. Si acude a la polizia  despacharemos a toda su familia y al caballo le “rompemos” las piernas.”

A continuación, y ya en un italiano más profesional pues se veía que no era la misma mano el de las amenazas que el del protocolo, todos los pasos que debía seguir para hacerse con una plancha de 200€ del centro Guido Carlo al día siguiente. Para posteriormente embarcar en un crucero de lujo con destino Grecia y al llegar a Estambul, ellos recogerían el maletín.

Luego más amenazas:

Nadie sufrirá el daño y dolor y su caballito español seguirá vivo.

También contenía la reserva al crucero a su nombre y empezó a llorar sobre las fotos.

El móvil indicó con un pitido la recepción de un mensaje. Lo encendió y un número oculto le había enviado una foto de Rayo. “¡TI GUARDO! Pintado con un spray blanco sobre el lomo y el signo de admiración sobre la grupa. La rabia y la impotencia le hicieron perder el control y empezó a golpear la pared de madera del establo hasta hacerse daño en los nudillos. Sus delicadas manos de escribano por un momento se convirtieron en las agresivas zarpas de un depredador. Pero luego se amilanó de nuevo, no permitiría ni por un momento que le hiciesen daño ni a su familia ni a Rayo. Así que leyó las instrucciones, mientras sus ojos inyectados en sangre pedían venganza, pero su débil corazón pedía sumisión. Volvía a ser un mandado, esta vez de asesinos.

Precuela  Parte 6

 

El centro Guido Carli pertenece al Banco Central Italiano y es una prisión, un bunker protegido donde se fabrican parte de los billetes de la eurozona que luego circularan por los bolsillos de los ciudadanos. Las cantidades de fabricación las establece el BCE, pero el gran monstruo los vomita al ritmo de 40 por segundo. La fábrica de quince mil metros cuadrados está ubicada en el 417 de la Via Tuscolana frente al Acueducto Claudio. Y un primer control con barrera veta el acceso no autorizado.

El primer turno es a las siete. Justo antes de empezar el segundo, Giuseppe ya había entrado en la fábrica con su pase de visitante del IOR. La segunda planta estaba blindada y se necesitaba un permiso especial que no tenía. Siguiendo las instrucciones del sobre, un tal Manfredi era quien estaba en el control de acceso. Cuando se identificó, el hombre miró nervioso a ambos lados del pasillo, y apretó el botón de apertura. Le dio una tarjeta con un código de barras, que le colgó del cuello. Acceda hasta la otra puerta con esta tarjeta –le dijo en un estado de nerviosismo histérico, supuso que el tal Manfredi debía encontrarse en una situación similar y no quiso intimar–.

Cruzó el pasillo y al llegar a una puerta blindada, acercó la tarjeta al lector. Se desbloqueó y entró a otro control. En este caso una mujer con una bata blanca y un cabello recogido en un moño le dijo:

–¿Gabinetti?

–Sí.

Le dio una bata blanca con un bolsillo interior–. Llega tarde, dispone de dos minutos para coger la plancha y metérsela en el bolsillo escondido. Luego deberá dejar la bata para pasar el arco y yo me encargaré de darle un maletín marrón con ella dentro. Tiene un bajo fondo y va forrada y precintada, así le permitirá pasar el siguiente control. Cuando salga del recinto dispondrá de seis minutos hasta que el segundo turno inicie el sistema y automáticamente salte la alarma por faltar la plancha. Suerte.

Entró, aprovechó el cambio de turno, se acercó a la rotativa y sacó la plancha según las instrucciones que había memorizado toda la noche. Estaba todo milimétricamente estudiado, eran profesionales esos hijos de Putin.

El corazón le latía en las sienes. Dejó la bata en el perchero antes del arco y lo pasó sin más problemas, pero las manos le empezaban a sudar. Una especie de arritmia taquicárdica se asomó a su pecho. Al salir hacia el otro control la mujer ya le esperaba impaciente, le acercó el maletín, que con las manos sudadas casi se le cae al no asirlo bien. ¡Tenga cuidado cazzo! –Le dijo la mujer, que también estaba de los nervios–.

Último control, o me crujen o salgo –pensó– Dispuso el maletín en la cinta negra y él pasó por un arco, se secó disimuladamente el sudor con el pañuelo de vestir de la americana. El arco comenzó a pitar insistentemente y una luz roja parpadeaba sin parar.  Le entraron arcadas. Iba a desmayarse. El guardia paró la alarma y le dijo, no se preocupe caballero, pase. Hoy va fatal, lleva todo el turno haciendo lo mismo. Estoy esperando al servicio técnico.

El segurata que controlaba la Spectrum 7560 de rayos x lo miró fijamente y le hizo una media sonrisa. Caballero, su maletín.

Giuseppe llegó al aparcamiento, tenía menos de un minuto para salir por la barrera. Giró el contacto del Alfa Romeo pero después de un rum rum se negaba a arrancar. 40 segundos, ¡Mierda puta!. Insistió de nuevo, pero nada, a punto estuvo de ahogarlo, pero a la tercera se encendió. –No tenía tiempo dar gracias a Dios– 30 segundos. Rápidamente se acercó hasta la barrera, pero una furgoneta de DHL se le puso delante. 20 segundos. Ya podía oír la alarma de la fábrica. Se veía enchironado. La furgoneta salió y se volvió a bajar la barrera. Diez, nueve. Enseñó la identificación. Ocho, siete, la barrera se abrió y salió rápidamente sin apenas saludar al de seguridad. Salió volando y giró a la derecha, se metió en el parking de Cinecittá Studios. Bajó apresuradamente del coche y empezó a vomitar. La adrenalina jugando su baza, le dejó agotado. Abrió el maletero y se puso una camisa limpia que sacó de la maleta. Sorbió un poco de agua de un botellín y puso rumbo a Civitavecchia.

Coches de Carabinieri, Polizia y de incógnito con sirenas en el techo, acordonaron el perímetro. Giuseppe que se dirigía a la A12, se cruzó con ellos. Sin embargo, lo pensó mejor y se desvió hacia la carretera estatal E80 rumbo al norte. Cuando llegó a puerto unos cincuenta minutos más tarde, recibió en el móvil una foto de sus padres paseando y otra de Rayo comiendo pasto. Todo iba según lo planeado.

 

Curtis le dio las gracias al chofer, y por un momento pensó en la cortesía de Flavia y en aquel escote tan bien esculpido, como si la mano de Michelangelo hubiese cincelado aquel canal con precisión de cirujano... Cogió su trolley, un bastón con el mango plateado y el maletín y se dirigió hacia la pasarela del gran crucero.

El Audi negro aparcó en una plaza. Bajaron una mujer y dos niños junto a dos gemelos. Cargaron las maletas y se dirigieron a la entrada del barco. –Los niños se pegaban y la mujer intentaba poner orden sin apenas conseguirlo–. Uno de los gemelos llevaba la delantera y entregó todos los billetes con su debida acreditación.

 

El vuelo A389 de Olympic Airlines aterrizó en el Eleftherios Venizelos de Atenas procedente de Madrid. Elena llegaba por internacional. Al salir al hall de llegadas miró los carteles que sostenían los conductores. El hombre que le precedía se abalanzó sobre una anciana madre que iba en silla de ruedas y su perro empezó a mover la cola y ladrar dándole la bienvenida. En una columna junto una máquina de café, una mujer con un pañuelo floreado sobre la cabeza y gafas Dior Eyewear de pantalla, sostenía un cartel escrito a mano que decía Dante SL. Elena se dirigió hacia ella. Y se fueron hacia el coche en dirección al puerto del Pireo, donde debía embarcar al día siguiente.

 

El camarote 240 de la sobrecubierta no era muy espacioso Giuseppe miró por el ojo de buey y observó cómo el barco partía de puerto. Disponía de un día entero de navegación para descansar. Se tumbó en la cama. Y puso la alarma para subir a cenar.

 

Curtis seguía la pista del italiano. En cuanto lo vio acercarse al bufete de cortesía del restaurante, bajó a la sobrecubierta y sacó la tarjeta digital maestra para acceder al camarote. El maletín estaba en el discreto armario junto a la puerta del aseo. Extrajo su contenido y lo volvió a cerrar. Ya en su suite, acomodó el paquete completamente precintado en su maletín marrón, lo escondió en el armario bajo, tras las mantas auxiliares. Llamó a la recepción y pidió algo de cenar.

 

El puerto del Pireo es uno de los más grandes del mediterráneo, por el transitan más de 25 mil naves cada año. A las ocho de la mañana atracó el crucero de lujo procedente de Roma. Elena subió e hizo el registro pertinente. Los viajeros tenían el día libre para hacer excursiones. Dos niños repelentes que se peleaban, escondían sus armas. Un plátano del bufete y el otro una piruleta en forma de dedo. Elena se sentó en el Hall e hizo uso de su ordenador. Apareció un punto móvil que parpadeaba, justo en su misma localización.

 

Curtis subió al bar de cubierta y un joven que estaba en la barra leía Línea de Fuego de Pérez-Reverte y bebía solo. Curtis tocado por diestra, entabló conversación. Una hora más tarde yacía junto a la bodega de carga.

Ya de noche, Elena en cubierta captó la atención del hombre y simuló sacar la cena por la borda. A lo que el hombre cautivado por la indefensión y por la anatomía femenina quiso auxiliar. Después de un rato de charla y de presentarse como Curtis, fueron a la suite. Y mientras el cuerpo grandote descansaba plácidamente tras la amistosa pelea de amor, ella sustituyó el paquete del maletín, por su plancha de pelo.

 

Al llegar a Estambul el sol amanecía por el Bósforo. Salieron por la pasarela los dos gemelos hacia la zona de taxis y un hombre canoso con bastón les siguió de cerca.

Elena hizo una llamada a su padre y le dijo que todo había salido según lo previsto.

 

 

Tras unas horas de persecuciones, y con un fajo de billetes en los bolsillos….

Abrieron los sobres de las instrucciones.

Hola mi nombre es James Turner. Alguno me conoce y otros no.

Realmente la operación rescate de la plancha de 200 euros ha sido orquestada por mi organización. Todo absolutamente, ha sido pergeñado para demostrar que quien manda en el mundo no es el gobernante sino quien dispone los hilos para mover la marioneta.

Hemos puesto en jaque al Vaticano, hemos creado una tensión entre el servicio de inteligencia ruso y puesto en alerta al resto de Europa. Si alguien hubiese tenido algo de criterio, se habría fijado que hoy en día una plancha de acero no es suficiente para imprimir billetes. A parte de la impresión Intaglio, se necesita un papel de algodón específico texturizado y con incrustaciones, pinturas especiales, marcados bicolor… todo extremadamente complejo. Sin embargo, todo este montaje ha servido para otros fines, de los cuales todos ustedes han sido unos actores formidables. De hecho, la plancha nunca salió de la fábrica. Si bien la policía sigue buscando infructuosamente un maletín marrón por Estambul. Y como les he adelantado, me gustaría contar con ustedes para un tema en Ucrania.

 

La noche fue cayendo, Bautista trajo bebida. Y un grupo de camareros sacaron bandejas de marisco, canapés y salmón noruego con caviar ruso. Los gemelos departían con Curtis, cuando Elena hizo pasar al resto de invitados. Giuseppe entró junto con Valeria, que se deshizo el moño y Manfredi, su pareja. Un tipo simpático sonrió a los asistentes y tras ellos un hombre de negro con una cicatriz le pidió disculpas a Giuseppe, que las aceptó a regañadientes.

Los niños cansados del largo día, se durmieron en su habitación. Elena no paraba de reír junto a Mariano que acabaron arrugando sábanas. Flavia estuvo encantada de estar con su suegro. Y la noche se vistió de fiesta, el Vaticano era un poquito más pobre. Sin embargo había muchos hilos que mover, en las próximas semanas. Curtis y Turner arremangados bebieron leche de pantera hasta que el sol despuntaba el alba.

–Mira que tiene cojones Pepe.. Curtis, ponerte Curtis.

–Pues me gusta. Curtis, Jefferson, como aquel americano, presidente creo o algo así.

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