Precuela….Parte 1
Un paraguas con los colores verde, blanco y rojo propios del
país, eran la guía visible para que el grupo pudiera seguirla con facilidad.
Con éste en lo alto, el rebaño la siguió hacia la puerta de entrada del
Coliseo.
Giulia, con un marcado acento piamontés, largaba casi como un
androide la retahíla de párrafos y argumentos sobre el enorme monumento romano.
–Construido en el siglo I… el “anfiteattro”… (haciendo sonar
las tes casi como quien las teclea en una vieja Olivetti de cinta y carro del
siglo pasado)…. Colosseum o Coliseo debe su nombre a una estatua dedicada al
Coloso de Nerónn.. (también marcaba las enes con mucha fuerza) ya saben ustedes
il gran emperador romano. Fabricada en bronce, enorme, colosal. Y “anque” ya
desapareció al estar a su lado, le dio el nombre para la posterittá.. Per
favore avanti, ¬–continuó– y se adelantó
al grupo, que la siguió como un manso rebaño herbívoro.
Giulia, titulada como guía local de Roma, nació en Turín pero
se independizó a los dieciocho y después de patear la Toscana con un grupo de
música, se dirigió a Florencia. Se enamoró de un siciliano, se frustró. Volvió
a enamorarse de un joven zíngaro y se fue con su caravana de circo ambulante,
pero también hizo aguas. Cayó de nuevo, esta vez de Flavia, una romana diez
años mayor que ella que había recorrido medio mundo en busca de la esencia de
la juventud. Financiada por la gran fortuna de su padre, sin embargo, no logró
encontrarla. Pero el botox y la cirugía aliviaron en gran parte el fracaso de su
empresa. Ahora con cincuenta años había heredado una gran fortuna y poseía el
90% de las acciones de una compañía de cruceros de lujo. Vivía en una lujosa
suite en la Via del Fagutale, frente al Coliseo, con Giulia y su gato Esoro,
que se llamaba como el efebo de Nerón, al que hizo castrar para saltarse la
prohibición y poderse casar con él.
–Imaginad un aforo de 65 mil personas. Lleno hasta la
bandera, ochenta filas de gradas.
-Seguía explicando Giulia, señalando con su paraguas todo el recinto–
Pero quedó muda de repente al observar entre sus turistas a alguien que conocía
de sobras. Sigan hacia el arco de la derecha –les dijo al grupo y agarró con
fuerza al hombre anciano, deteniéndolo junto a ella–
–Papá, ¿Qué coño haces aquí? Te hacía en España.
–Es difícil de explicar hija. Me ha salido un trabajo y
necesito tu ayuda.
–No pienso “metterme” en líos tuyos. Y además estoy
trabajando.
–Bien, no es muy bien ayuda tuya sino de tu novia Flavia.
–Eres el rey de los líos. Ven a casa a las dos. El “áttico” de
la Via del Fagutale número 2, justo detrás del Colisseo.
A las dos en punto, tocó al portero con videollamada y la
puerta se abrió. Subió en el ascensor que radiaba música clásica por una
pantalla de leds y se colocó la pajarita frente al espejo. Salió a un amplio
rellano con macetas de flores naturales donde una ventana diáfana dejaba pasar
la luz del sol. Al final del mismo, la puerta se abrió.
Flavia, vestida con un pantalón de crepe beige con pata de
elefante y un sugerente top blanco, que resaltaba en gran medida la última
factura de diez mil euros, abrió la pesada puerta blanca. Buenas tardes, soy
Flavia –hizo un ligero gesto para que pasase dentro–
–Hola Flavia –se quitó el sombrero– Soy, Curtis Jefferson el
padre de Giulia.
Precuela.. Parte2
Una gran mesa de escritorio de nogal americano separaba la
estancia entre el visitante y el dueño del despacho. No quitarse las gafas de
lectura sobre la nariz, daban la impresión de que las visitas no eran bien
recibidas, como si molestase su presencia perturbando la lectura de quien
estaba sentado.
–Tome asiento –dijo fríamente, sin levantarse de la mesa y
sin prestarle la más mínima atención, casi un desprecio en ojos de un tercero–
Tras un incómodo silencio de una decena de segundos, levantó
la vista de los legajos administrativos. Sólo el alzacuello blanco y el solideo
rojo amaranto, delataban que quien había dentro de la americana negra de lana
estratificada de Boggi Milano era el arzobispo, mano derecha de su Santidad.
–Le he hecho llamar porque tengo un trabajo molesto,
espinoso. La Banca d’Italia nos ha pedido ayuda y no nos queda más remedio que
prestarla, pues a la vez estamos un poco involucrados. Giuseppe Gabinetti –empezó a contar– un trabajador ejemplar de
nuestro IOR se aprovechó de sus credenciales
para acercarse al Centro Guido Carlo y sustraer, no sabemos cómo, una
plancha de billetes de 200 €. Al principio pensamos que podía tratarse de la
búsqueda de una jubilación anticipada, pero unos informantes del servicio de
inteligencia del Vaticano han averiguado que detrás podría estar el SVR ruso.
–¿El servicio de inteligencia ruso? –James Turner, lanzó la pregunta sin esperar
respuesta– y sacó un puro y le prendió fuego, sin pedir permiso. Sentía que
ahora la pelota estaba en su campo.
–Disculpe, no está permitido fumar. –y continuó– parece ser,
que ha sufrido un chantaje, temiendo por su vida y la de su familia.
–James hizo oídos sordos al veto y se tomó los mismos
segundos de pesado silencio. Chupó descaradamente el cigarro y largó una gran
columna de humo que los rayos de luz que atravesaban los cristales de la
ventana fueron incapaces de penetrar en ella. Se había quitado la espinita de
sobras, demostrando que el francés Pierre Fontaigne, arzobispo del Vaticano y
mano derecha del Papa, era incapaz de intimidar a un britañol con dos cojones.
Y él era García de segundo, por su madre, una mujer con un par.
Cuando cada uno sabe dónde está su límite, es más fácil
llegar a un trato. Y si bien Pierre, pecó de soberbia en un principio, supo
rebajarse para conseguir lo que verdaderamente necesitaba y todo ello con la
máxima discreción. Acercó un pendrive con las siglas SCV Status Civitatis
Vaticanae, como si fuese la matrícula de uno de los lujosos
coches oficiales de la Santa Sede.
–Aquí tiene toda la información codificada, con su contraseña
habitual. El pago por sus servicios se hará de la forma habitual. Como
comprenderá es un tema urgente. Creemos que tras esta operación hay orquestada
una oscura trama soviética de dominación europea.
Sir James, como le gustaba que le llamasen, se levantó,
guardó el pendrive y aplastó con indolencia el Montecristo apenas consumido de
24€ en un platillo de plata del escritorio.
–¿Sabe Fontaigne? Hace muchos años, cuando oí a los romanos
traducir las siglas SCV como Se Christo Vedesse, me causó mucha gracia. Con el
tiempo he pensado que Judas se vendió por 30 monedas y tarde o temprano todos
nos dejamos comprar. Todos tenemos un precio y nos vendemos ya sea por usura o
riqueza, pero también por dignidad, por prestigio, por nombre o simplemente
porque hay que demostrar quienes somos. Tendrá noticias mías. –Dicho esto,
acudió hacia la puerta y salió al amplio recibidor.
Hacía un día espléndido. El coche le esperaba en
el aparcamiento. Sacó el móvil y dijo:
–¡¡Siri llama a Elena!!
–Dime.
–Cógeme un vuelo a Madrid, tenemos trabajo. Nos
vemos allí.
Entró en la parte trasera del Lexus y cogió el
portátil. Puso la memoria en la entrada usb y dijo a Bautista que lo llevase a
Fuimicino.
Precuela Parte 3
Giulia terminó de hervir la pasta al dente e improvisó una
salsa ligera con aceite de oliva virgen extra, ajo y unas almejas. Flavia se
acercó a la cocina y le pellizcó el culo cariñosamente, para irse después con
una botella de chardonnay y dos copas hacia la terraza.
El sol del mediodía lucía intenso y caluroso. Curtis
contemplaba la ciudad eterna con la melancolía de los recuerdos cuando Flavia
se acercó como una gata sigilosa. Por favor, –le dijo a Curtis– entregándole una botella de Beringer
californiano, para que la destapase.
Curtis la descorchó con sumo cuidado y escanció el vino en
una de las copas, que entregó con toda la caballerosidad de la que era capaz.
Llenó su copa y las alzaron en un brindis. El cielo azul intenso que los
envolvía y la luz del sol que se deslizaba por los arcos del anfiteatro romano
se prestaron de pentagrama. El clinc del suave golpe del cristal al brindar fue
la clave de sol, con la que sin darse cuenta, empezaba la partitura que marcaba
un compás emocionante. Le invadió la típica sensación de aumento de adrenalina
por la emoción, que podía llevar implícita riesgos y peligros, aunque un
legionario no se amilana nunca y vació
la copa de un trago.
Ella dejó impresos los
labios rojos en la copa. Es el poder que tienen las mujeres de marcar su
territorio con carmín. No es un descuido, es la signatura de un “yo estuve
aquí”, puede ser en una copa, en la servilleta de lino, pero también en el
cuello de una camisa.
Giulia, llamó a la mesa y entraron sonriendo.
– Veo que habéis “conecttaddo”.
– No es difícil con un padre como el tuyo. Destila lealtad y
nobleza con los suyos.
–Mi madre no piensa igual. –Curtis, carraspeó, evitando la
réplica–
–Curtis. ¿Por qué Curtis? ¿Por qué Jefferson?
Miró a su hija pidiendo permiso para mostrar las cartas y
ella con una mirada aquiescente se lo otorgó. No hay secretos entre nosotras,
dijo.
Empezó con la clásica entrada que todos tenemos un pasado y
que peleamos la vida de la manera que nos viene. A veces el azar, el destino o
la suerte nos hace estar en un bando y otra vez en otro. La vida es gris, no es
ni blanca ni negra. Hay un dicho mexicano que dice: Cuando no te toca, ni
aunque te pongas. Y cuando te toque, ni aunque te quites.
El sol fue declinando poco a poco. La sobremesa fue de lo más
agradable. Curtis explicó el porqué de su cambio de nombre y apellido, habló de
su mujer, de su vida errante, de su juventud
y finalmente del motivo de haber llegado a Roma. Debía coger un crucero
de lujo que en dos días partía de Civitavecchia hacia Estambul.
Giulia hizo dos llamadas. Y salió a la terraza, donde un
padre y una hija que parecían distantes, al final no eran tan distantes ni tan
distintos. Se miraron con cariño y dieron las gracias por estar bebiendo unos
limoncellos después de tanto tiempo.
–Tienes una suite a tu nombre en el crucero. Me he permitido
ponerte un chofer a tu disposición que te llevará hasta allí.
– ¿Juegas solo? –Le dijo a su padre, mientras le alcanzaba el
sombrero, junto a la puerta de entrada–
– No. Turner está detrás.
– ¡¡Bufff! –Resopló,
mientras cerraba los párpados, en señal de desaprobación– Ese viejo zorro
legionario.
– Ese viejo zorro, me salvó la vida. Yo también fui
legionario y llevamos el mismo tatuaje. No me queda otra. La guerra te enseña a
descubrir que el más despiadado hijo de puta por la noche, puede ser un héroe
al día siguiente. Y no sé, pero me huelo que detrás de todo esto hay gente
importante moviendo fichas. Nos toca ser peones. Imprescindibles para el juego.
A veces son sacrificables para conseguir la victoria, pero otras veces son la
única opción capaz de realizar una metamorfosis completa en un gran caballo
vencedor. Te quiero.
Curtis salió hacia el coliseo y un Audi plateado le esperaba
en la esquina. El chofer fue hacia el hotel, junto al Tíber. Tres coches más
atrás, un sedán oscuro con dos gemelos le seguía.
Precuela Parte 4
Flavia estaba en un estado de semiembriaguez agradable y tras
la marcha de Curtis, aprovechó para quitarse la ropa. Tumbada completamente desnuda
en la terraza del ático, dejó que los últimos rayos de luz acariciasen su
esbelto cuerpo. Pero quien realmente la llevó a un sublime estado de placer fue
Giulia que se deslizó a su lado y no dejó una peca sin besar. Fue recorriendo
todo su cuerpo desde el cuello. Hasta que su húmedo sexo fue prisionero de su
boca y entre gemidos apagados y profundos latigazos de placer sucumbieron a la
noche que oscurecía peligrosa.
Tuvo que esquivar un
camión de basura para no perder el Audi. Gregorio era un experto conductor.
Disponía de todas las categorías, desde motocicleta hasta camión articulado.
Poseía la licencia para pilotar avionetas y el carnet de capitán de Yate. Se
podía decir que ningún medio le podía dejar atrás. Mariano, reaccionó como pudo
al violento movimiento del automóvil, pero no dejó caer ni una gota.
–Sabes Gregorio, la Birra Moretti desde que es de Heineken
Italia, no sabe igual. Ni contarte que la Peroni ni la Grolsh tampoco desde que
la compraron los japos. –éste, lo miró como aquel que mira cómo un perro está
meando la rueda de tu coche, que no sabes si pegarle una patada o simplemente
dejarlo por imposible–
Se quedaron a unos treinta metros del coche que les precedía.
Observaron cómo Curtis salió del coche y entró en el hotel. Seguidamente el
chofer del Audi partió veloz. Estaban en segunda línea del Tíber. Antaño un
hermoso río donde un chapuzón como el de Audrey Hepburn y Gregory Peck era
inofensivo. Hoy su color no invitaba a hacerlo, pese a las terrazas con césped
artificial que dan al Castillo de Sant’Angelo, donde puedes tomar un pannino
rápido y charlar un rato.
Un hotel nada pretencioso, un tres estrellas italiano era
casi como una pensión en España. La luz de la habitación del segundo piso se
encendió, se apagó, se volvió a encender varias veces. Gregorio no pudo dejar
de ver la similitud de los destellos de un faro con ocultación, empezaba a
sentir la sombra de lo paranoico en la cabeza. Sin embargo, tras unos minutos
Curtis volvió a la calle y se fue caminando hacia la Plaza Navona.
Los dos gemelos, astutos y sigilosos, le siguieron a una
distancia prudencial. Estaban entrenados en el Madrid más castizo de
callejuelas, luces de farolas y portales en penumbra por lo que la Roma
monumental se les antojaba un paseo por las nubes. Aún podían recordar su
bautismo de fuego por el Madrid de los Austrias de calles estrechas. Tras el
Palacio Real fueron obligados a montar en una furgoneta y encapuchados, los
trasladaron a otro lugar el cual debían de determinar con un radio no máximo de
600 metros. Calculando el tiempo recorrido, cuando giraban a izquierda y
derecha, tramos rectos, sonidos característicos, campanas, pasos, trenes.
Acertaron la ubicación sin la mayor complicación.
Mientras Curtis cenaba en un restaurante de la plaza y
Mariano lo vigilaba escondido tras la fuente de Neptuno, Gregorio se fue hacia
el hotel, esperó que un grupo entrase en la recepción y tras ellos pasó
desapercibido, subió a la segunda planta y de la americana extrajo una radiografía
que pasó por el resquicio de la puerta hasta encontrar el pestillo de la
cerradura, golpeó con fuerza hasta que la puerta cedió. Husmeó todo con sumo
cuidado y encontró el maletín marrón al que le adhirió un rastreador GPS. Se
asomó al pasillo, no había nadie, salió y envió un whatsapp a Mariano. OK. Ya está. Mariano recibió la
notificación y abandonó su puesto.
A mil quinientos kilómetros de distancia. En las oficinas del
Paseo de la Castellana un ordenador recibió la notificación intermitente de
geoposición real de un dispositivo.
– Papá, ya está marcado. –dijo, mientras miraba el parpadeo
rojo sobre el plano–
–Vale, coge billete y sal hacia Atenas, cogerás el crucero en
su escala en el Puerto del Pireo. Esperemos que Pepe haga su trabajo, cosa que
no pongo en duda.
–Confías mucho en él. Y me da que está mayor para andar en
primera línea.
– Claro que confío. Hasta la muerte. Ha sido más que un
hermano. Y sé que no me fallará y si lo hago saltar, lo hago con red. Al
hermano legionario nunca se le deja atrás. –Tomó un trago de leche de Pantera y
se puso a teclear en el ordenador–
– No sé cómo puedes beber eso.
Precuela parte 5
De capa marrón suave y cola y crines rubias, era robusto,
elegante al paso y noble como ninguno. Rayo, el PRE alazán con 1,59 de cruz y
una morfología rozando la perfección, era el gran amor de Giuseppe Gabinetti,
su gran pasión. Le servía para evadirse de la tediosa rutina de trabajar en el
Istituto Per Le Opere Di Religione, más conocido por el Banco Vaticano. Se prendó
de él en una exposición equina internacional de las Caballerizas Reales de
Córdoba. Lipizzanos, árabes, apaloosa, mustangs, frisones, Morgan horse, pero
cuando vio el caballo andaluz cayó rendido a su mirada. Y la conexión fue mutua.
Rayo desde el primer momento sabía que era él y Giuseppe nunca olvidó el bufido
de emoción positiva que emitió. A partir de aquel día se prometió que nada les
volvería a separar. Bastó una mirada. Ni tan siquiera fue necesario montarlo
para saber que la simbiosis era perfecta. Lo compró y se lo llevó a Italia. Cada
día iba a la granja en las afueras de Roma para estar con él y cuidarlo.
Aquella tarde estuvieron trotando por los alrededores de la granja. Rayo tenía
un vínculo perfecto a través de las riendas que Giuseppe sostenía suave pero
firmemente para sentir su boca. Y con la ligera presión de las piernas el
precioso equino sabía lo que su jinete le pedía. Al acabar, lo desensilló y le
limpió las patas de barro. Luego lo lavó con su jabón especial y agua templada.
Haciendo círculos para crear espuma, cuando usó la esponja para la cara, las
enormes puertas correderas del establo se cerraron, impidiendo que la poca luz
del atardecer invadiese el recinto. Al principio pensó que era Giancarlo un
jinete que montaba su yegua, pero vio tres sombras de negro en la penumbra.
–Hola –dijo, enviando el saludo hacia la entrada– Nadie
contestó. Las siluetas parecían hombres, todos de negro. Rayo relinchó
hinchando sus ollares y golpeó el suelo violentamente con sus patas delanteras,
inquieto, olía peligro.
Dos de los hombres se quedaron en el pasillo central de la
cuadra y uno se fue acercando lentamente desde la oscuridad, hasta donde estaba
Giuseppe.
–Calma Rayo, cálmate –le decía mientras acariciaba su cabeza–
¡Hola! ¿Quién va?
Un hombre eslavo de unos cuarenta años, se acercó y le
entregó un sobre marrón sellado que tenía su nombre completo en rotulador.
Giuseppe pudo observar pese a la poca luz, una cicatriz en el rostro.
–Haga lo que se le ordena o sufrirá las consecuencias –soltó
el hombre con un marcado acento ruso–
–Perooo, oiga, ¡Voy a
llamar a la policía!
Una mano con un guante negro lo cogió del gaznate y apenas le
dejaba respirar. Rayo se enfureció y empezó a golpear con rabia las patas
contra el suelo. Los otros dos hombres
se apresuraron y sostuvieron como pudieron al caballo, que relinchaba enfadado,
pero el calmante que le pincharon lo dejó fuera de combate.
– Mira lo que hay dentro del sobre. Y lee lo que has de
hacer. ¿Capisci? Golpeó con un puñetazo contundente el hígado de Giuseppe que
se vino al suelo desvanecido.
No había ni rastro de los hombres, cuando Giancarlo le
invitaba a despertarse, dándole suaves palmadas en la cara. Rayo tampoco estaba
en el establo. Giuseppe miró toda la caballeriza pero no estaba, supuso lo peor
y se acordó del sobre, que había caído junto a los cepillos de cerdas de Rayo.
El jinete de la yegua no se había enterado de nada y Giuseppe lo mandó fuera.
Abrió el sobre y vio las fotos de su sobrina en el colegio. Sus
ancianos padres en la casita del Lacio junto al rio Aniene y al majestuoso Rayo
al galope con él encima, en la granja. Y un papel escrito en italiano, que
decía:
“Lo sabemos todo de usted. Sabemos de toda su rutina y sus movimientos.
Si acude a la polizia despacharemos a
toda su familia y al caballo le “rompemos” las piernas.”
A continuación, y ya en un italiano más profesional pues se
veía que no era la misma mano el de las amenazas que el del protocolo, todos
los pasos que debía seguir para hacerse con una plancha de 200€ del centro
Guido Carlo al día siguiente. Para posteriormente embarcar en un crucero de
lujo con destino Grecia y al llegar a Estambul, ellos recogerían el maletín.
Luego más amenazas:
Nadie sufrirá el daño y dolor y su caballito español seguirá
vivo.
También contenía la reserva al crucero a su nombre y empezó a
llorar sobre las fotos.
El móvil indicó con un pitido la recepción de un mensaje. Lo
encendió y un número oculto le había enviado una foto de Rayo. “¡TI GUARDO!
Pintado con un spray blanco sobre el lomo y el signo de admiración sobre la
grupa. La rabia y la impotencia le hicieron perder el control y empezó a
golpear la pared de madera del establo hasta hacerse daño en los nudillos. Sus
delicadas manos de escribano por un momento se convirtieron en las agresivas
zarpas de un depredador. Pero luego se amilanó de nuevo, no permitiría ni por
un momento que le hiciesen daño ni a su familia ni a Rayo. Así que leyó las
instrucciones, mientras sus ojos inyectados en sangre pedían venganza, pero su
débil corazón pedía sumisión. Volvía a ser un mandado, esta vez de asesinos.
Precuela Parte 6
El centro Guido Carli pertenece al Banco Central Italiano y
es una prisión, un bunker protegido donde se fabrican parte de los billetes de
la eurozona que luego circularan por los bolsillos de los ciudadanos. Las
cantidades de fabricación las establece el BCE, pero el gran monstruo los vomita
al ritmo de 40 por segundo. La fábrica de quince mil metros cuadrados está
ubicada en el 417 de la Via Tuscolana frente al Acueducto Claudio. Y un primer
control con barrera veta el acceso no autorizado.
El primer turno es a las siete. Justo antes de empezar el
segundo, Giuseppe ya había entrado en la fábrica con su pase de visitante del
IOR. La segunda planta estaba blindada y se necesitaba un permiso especial que
no tenía. Siguiendo las instrucciones del sobre, un tal Manfredi era quien
estaba en el control de acceso. Cuando se identificó, el hombre miró nervioso a
ambos lados del pasillo, y apretó el botón de apertura. Le dio una tarjeta con
un código de barras, que le colgó del cuello. Acceda hasta la otra puerta con
esta tarjeta –le dijo en un estado de nerviosismo histérico, supuso que el tal
Manfredi debía encontrarse en una situación similar y no quiso intimar–.
Cruzó el pasillo y al llegar a una puerta blindada, acercó la
tarjeta al lector. Se desbloqueó y entró a otro control. En este caso una mujer
con una bata blanca y un cabello recogido en un moño le dijo:
–¿Gabinetti?
–Sí.
Le dio una bata blanca con un bolsillo interior–. Llega
tarde, dispone de dos minutos para coger la plancha y metérsela en el bolsillo escondido.
Luego deberá dejar la bata para pasar el arco y yo me encargaré de darle un
maletín marrón con ella dentro. Tiene un bajo fondo y va forrada y precintada,
así le permitirá pasar el siguiente control. Cuando salga del recinto dispondrá
de seis minutos hasta que el segundo turno inicie el sistema y automáticamente
salte la alarma por faltar la plancha. Suerte.
Entró, aprovechó el cambio de turno, se acercó a la rotativa
y sacó la plancha según las instrucciones que había memorizado toda la noche.
Estaba todo milimétricamente estudiado, eran profesionales esos hijos de Putin.
El corazón le latía en las sienes. Dejó la bata en el
perchero antes del arco y lo pasó sin más problemas, pero las manos le
empezaban a sudar. Una especie de arritmia taquicárdica se asomó a su pecho. Al
salir hacia el otro control la mujer ya le esperaba impaciente, le acercó el
maletín, que con las manos sudadas casi se le cae al no asirlo bien. ¡Tenga
cuidado cazzo! –Le dijo la mujer, que también estaba de los nervios–.
Último control, o me crujen o salgo –pensó– Dispuso el
maletín en la cinta negra y él pasó por un arco, se secó disimuladamente el
sudor con el pañuelo de vestir de la americana. El arco comenzó a pitar
insistentemente y una luz roja parpadeaba sin parar. Le entraron arcadas. Iba a desmayarse. El
guardia paró la alarma y le dijo, no se preocupe caballero, pase. Hoy va fatal,
lleva todo el turno haciendo lo mismo. Estoy esperando al servicio técnico.
El segurata que controlaba la Spectrum 7560 de rayos x lo
miró fijamente y le hizo una media sonrisa. Caballero, su maletín.
Giuseppe llegó al aparcamiento, tenía menos de un minuto para
salir por la barrera. Giró el contacto del Alfa Romeo pero después de un rum
rum se negaba a arrancar. 40 segundos, ¡Mierda puta!. Insistió de nuevo, pero
nada, a punto estuvo de ahogarlo, pero a la tercera se encendió. –No tenía
tiempo dar gracias a Dios– 30 segundos. Rápidamente se acercó hasta la barrera,
pero una furgoneta de DHL se le puso delante. 20 segundos. Ya podía oír la
alarma de la fábrica. Se veía enchironado. La furgoneta salió y se volvió a
bajar la barrera. Diez, nueve. Enseñó la identificación. Ocho, siete, la
barrera se abrió y salió rápidamente sin apenas saludar al de seguridad. Salió
volando y giró a la derecha, se metió en el parking de Cinecittá Studios. Bajó apresuradamente
del coche y empezó a vomitar. La adrenalina jugando su baza, le dejó agotado.
Abrió el maletero y se puso una camisa limpia que sacó de la maleta. Sorbió un
poco de agua de un botellín y puso rumbo a Civitavecchia.
Coches de Carabinieri, Polizia y de incógnito con sirenas en
el techo, acordonaron el perímetro. Giuseppe que se dirigía a la A12, se cruzó
con ellos. Sin embargo, lo pensó mejor y se desvió hacia la carretera estatal
E80 rumbo al norte. Cuando llegó a puerto unos cincuenta minutos más tarde,
recibió en el móvil una foto de sus padres paseando y otra de Rayo comiendo
pasto. Todo iba según lo planeado.
Curtis le dio las gracias al chofer, y por un momento pensó
en la cortesía de Flavia y en aquel escote tan bien esculpido, como si la mano
de Michelangelo hubiese cincelado aquel canal con precisión de cirujano...
Cogió su trolley, un bastón con el mango plateado y el maletín y se dirigió hacia
la pasarela del gran crucero.
El Audi negro aparcó en una plaza. Bajaron una mujer y dos
niños junto a dos gemelos. Cargaron las maletas y se dirigieron a la entrada
del barco. –Los niños se pegaban y la mujer intentaba poner orden sin apenas
conseguirlo–. Uno de los gemelos llevaba la delantera y entregó todos los
billetes con su debida acreditación.
El vuelo A389 de Olympic Airlines aterrizó en el Eleftherios
Venizelos de Atenas procedente de Madrid. Elena llegaba por internacional. Al
salir al hall de llegadas miró los carteles que sostenían los conductores. El
hombre que le precedía se abalanzó sobre una anciana madre que iba en silla de
ruedas y su perro empezó a mover la cola y ladrar dándole la bienvenida. En una
columna junto una máquina de café, una mujer con un pañuelo floreado sobre la
cabeza y gafas Dior Eyewear de pantalla, sostenía un cartel escrito a mano que
decía Dante SL. Elena se dirigió hacia ella. Y se fueron hacia el coche en
dirección al puerto del Pireo, donde debía embarcar al día siguiente.
El camarote 240 de la sobrecubierta no era muy espacioso
Giuseppe miró por el ojo de buey y observó cómo el barco partía de puerto.
Disponía de un día entero de navegación para descansar. Se tumbó en la cama. Y
puso la alarma para subir a cenar.
Curtis seguía la pista del italiano. En cuanto lo vio
acercarse al bufete de cortesía del restaurante, bajó a la sobrecubierta y sacó
la tarjeta digital maestra para acceder al camarote. El maletín estaba en el
discreto armario junto a la puerta del aseo. Extrajo su contenido y lo volvió a
cerrar. Ya en su suite, acomodó el paquete completamente precintado en su
maletín marrón, lo escondió en el armario bajo, tras las mantas auxiliares.
Llamó a la recepción y pidió algo de cenar.
El puerto del Pireo es uno de los más grandes del
mediterráneo, por el transitan más de 25 mil naves cada año. A las ocho de la
mañana atracó el crucero de lujo procedente de Roma. Elena subió e hizo el
registro pertinente. Los viajeros tenían el día libre para hacer excursiones.
Dos niños repelentes que se peleaban, escondían sus armas. Un plátano del
bufete y el otro una piruleta en forma de dedo. Elena se sentó en el Hall e
hizo uso de su ordenador. Apareció un punto móvil que parpadeaba, justo en su
misma localización.
Curtis subió al bar de cubierta y un joven que estaba en la
barra leía Línea de Fuego de Pérez-Reverte y bebía solo. Curtis tocado por
diestra, entabló conversación. Una hora más tarde yacía junto a la bodega de carga.
Ya de noche, Elena en cubierta captó la atención del hombre y
simuló sacar la cena por la borda. A lo que el hombre cautivado por la
indefensión y por la anatomía femenina quiso auxiliar. Después de un rato de
charla y de presentarse como Curtis, fueron a la suite. Y mientras el cuerpo
grandote descansaba plácidamente tras la amistosa pelea de amor, ella sustituyó
el paquete del maletín, por su plancha de pelo.
Al llegar a Estambul el sol amanecía por el Bósforo. Salieron
por la pasarela los dos gemelos hacia la zona de taxis y un hombre canoso con
bastón les siguió de cerca.
Elena hizo una llamada a su padre y le dijo que todo había
salido según lo previsto.
Tras unas horas de persecuciones, y con un fajo de billetes
en los bolsillos….
Abrieron los sobres de las instrucciones.
Hola mi nombre es James Turner. Alguno me conoce y otros no.
Realmente la operación rescate de la plancha de 200 euros ha
sido orquestada por mi organización. Todo absolutamente, ha sido pergeñado para
demostrar que quien manda en el mundo no es el gobernante sino quien dispone
los hilos para mover la marioneta.
Hemos puesto en jaque al Vaticano, hemos creado una tensión
entre el servicio de inteligencia ruso y puesto en alerta al resto de Europa. Si
alguien hubiese tenido algo de criterio, se habría fijado que hoy en día una
plancha de acero no es suficiente para imprimir billetes. A parte de la
impresión Intaglio, se necesita un papel de algodón específico texturizado y
con incrustaciones, pinturas especiales, marcados bicolor… todo extremadamente
complejo. Sin embargo, todo este montaje ha servido para otros fines, de los
cuales todos ustedes han sido unos actores formidables. De hecho, la plancha
nunca salió de la fábrica. Si bien la policía sigue buscando infructuosamente
un maletín marrón por Estambul. Y como les he adelantado, me gustaría contar
con ustedes para un tema en Ucrania.
La noche fue cayendo, Bautista trajo bebida. Y un grupo de camareros
sacaron bandejas de marisco, canapés y salmón noruego con caviar ruso. Los
gemelos departían con Curtis, cuando Elena hizo pasar al resto de invitados. Giuseppe
entró junto con Valeria, que se deshizo el moño y Manfredi, su pareja. Un tipo
simpático sonrió a los asistentes y tras ellos un hombre de negro con una
cicatriz le pidió disculpas a Giuseppe, que las aceptó a regañadientes.
Los niños cansados del largo día, se durmieron en su
habitación. Elena no paraba de reír junto a Mariano que acabaron arrugando
sábanas. Flavia estuvo encantada de estar con su suegro. Y la noche se vistió
de fiesta, el Vaticano era un poquito más pobre. Sin embargo había muchos hilos
que mover, en las próximas semanas. Curtis y Turner arremangados bebieron leche
de pantera hasta que el sol despuntaba el alba.
–Mira que tiene cojones Pepe.. Curtis, ponerte Curtis.
–Pues me gusta. Curtis, Jefferson, como aquel americano,
presidente creo o algo así.
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